Durante un tiempo, la kombucha fue el símbolo perfecto del wellness contemporáneo: botellas de cristal ámbar, burbujas artesanales y promesas de equilibrio interior. Parecía otro invento del marketing saludable, una moda más en el altar del intestino feliz. Sin embargo, una investigación reciente sugiere que quizá no todo era postureo. En concreto, ya hay un estudio sobre kombucha que avala sus efectos sobre la microbiota intestinal.
Su expansión global coincidió con el auge de los fermentados —kéfir, chucrut, yogur griego, miso— y con la fascinación por la microbiota. Ya se sabe, ese «segundo cerebro» formado por un ecosistema de billones de bacterias que habitan en nuestro intestino. Frente a los refrescos azucarados, la kombucha se presentaba como una alternativa saludable. A fin de cuentas, es un té fermentado, ligeramente ácido, con microorganismos vivos y un aire ancestral. Pero, hasta hace poco, faltaban datos clínicos que confirmaran si realmente influía en la flora intestinal humana o si su fama se basaba más en la estética que en la evidencia.
La ciencia, finalmente, ha querido comprobarlo. Un estudio publicado en The Journal of Nutrition y coordinado por la Universidade Federal de Viçosa (Brasil), en colaboración con la Universidad de Purdue (EE UU) y la Universidad de Padua (Italia), analizó por primera vez los efectos del consumo regular de kombucha de té negro sobre la microbiota de personas con y sin obesidad. Durante ocho semanas, 46 voluntarios bebieron 200 mililitros diarios de kombucha elaborada con té negro, azúcar y el clásico cultivo simbiótico de bacterias y levaduras (el SCOBY).
Los investigadores tomaron muestras de sangre, orina y heces antes y después del experimento. Ninguno de los participantes cambió su dieta ni su nivel de actividad física. El único cambio fue la introducción diaria de kombucha.
Los resultados fueron claros: la kombucha modificó la composición del ecosistema intestinal. Los cambios fueron especialmente notables en el grupo con obesidad. Según los autores, «el consumo regular de kombucha influyó positivamente en la microbiota intestinal, tanto de personas con peso normal como con obesidad, con efectos más marcados en estas últimas».
¿Qué significa eso en términos sencillos? Que en esas ocho semanas se observó un aumento de bacterias asociadas a una microbiota saludable y una reducción de aquellas vinculadas a procesos inflamatorios. Entre las beneficiadas destaca Akkermansia muciniphila, una bacteria que vive pegada a la mucosa intestinal. Los investigadores explican que esta bacteria «presenta propiedades probióticas y se ha identificado como un microorganismo potencial en la prevención y el tratamiento de la obesidad y la diabetes». Su presencia suele relacionarse con una mayor sensibilidad a la insulina.
El estudio también detectó una disminución de Ruminococcus y Dorea, géneros bacterianos asociados a la obesidad y al aumento de marcadores inflamatorios, como la proteína C reactiva. En paralelo, se incrementó Subdoligranulum, un productor de butirato (un ácido graso de cadena corta fundamental para la salud del colon y la energía de las células intestinales). En resumen: más bacterias protectoras y menos microorganismos proinflamatorios.
La kombucha no solo alteró la comunidad bacteriana, sino también la fúngica. Los investigadores observaron un aumento de Saccharomyces, levaduras consideradas beneficiosas, y una reducción de Exophiala y Rhodotorula, hongos oportunistas vinculados a disbiosis y obesidad. Además, aparecieron Pichia y Dekkera, microorganismos propios del SCOBY, como nuevos biomarcadores tras la intervención. Dicho de otra manera: el ecosistema intestinal se volvió más diverso y estable, y los cambios fueron en la dirección que se asocia con una mejor salud metabólica.



